viernes, 13 de julio de 2012

CERAMICA CONTEMPORANEA DESDE HOUSTON: LA COLECCION CLARK & DEL VECCHIO


Un recorrido por “Cambiando paradigmas en la cerámica contemporánea: la colección de Garth Clark & Mark del Vecchio” en el Museo de Bellas Artes de Houston, Estados Unidos.

POR MERCEDES PÉREZ BERGLIAFFA - Desde Houston

Publicado en revista Ñ/ 10/ 7/ 12





A la izquierda, tras la puerta principal del imponente pero simpleMuseo de Bellas Artes de Houston (MFAH), aquí, al sur de los Estados Unidos, impacta la entrada hacia esa sala roja: dentro hay algo que destella. Lo que se ve ahí sorprende: se trata de cerámicas, de obras realizadas en un precioso e inusual barro domesticado. Más de un centenar de trabajos hechos con diferentes tipos de arcillas y métodos conforman la extraordinaria muestra “Cambiando paradigmas en la cerámica contemporánea”. Pura evidencia de todo lo que un artista puede hacer hoy con un simple montoncito de arcilla, un poco de agua y un horno. Pero a no engañarse, acá, en esta disciplina –siempre tan anclada en la tradición y el folclore-, lo imprescindible  es lo que adelanta el título: no solamente el material, sino su desobediencia. Es decir, las posibilidades que brinda la arcilla y que –quizá debido a una enseñanza ortodoxa, estructurada y tendiente a la repetición-,  no se aprovechan.

Son cinco salas enormes las que hay que atravesar para ver la exposición, una muestra integrada por la colección de cerámica de Garth Clark  y Mark Del Vecchio, una de las más importantes del mundo. Compuesta por 400 obras creadas después de 1940, el conjunto fue adquirido en 2007 por el MFAH. Y es un grupo especial de obras: se debe a que Clark y Del Vecchio - reconocidos especialistas y académicos de la disciplina-, fueron forjando durante cincuenta años una nueva postura en torno a la cerámica. Recorrieron los cinco continentes visitando talleres de ceramistas y escultores, museos y coleccionistas; escribieron libros, organizaron simposios; llevaron a cabo más de seiscientas exposiciones de cerámica moderna y contemporánea. En su juventud, Clark hasta decidió vender todo lo que tenía en su vida de Johannesburgo, Sudáfrica, para largarse a recorrer junto a su mujer ceramista en una vieja van Renault toda  Europa, desde Gran Bretaña hasta Turquía. La van era una especie de taller de cerámica móvil. Así viajaron, conociendo artistas y creando, también, nuevas piezas de cerámica. Además, Clark y su socio, Del Vecchio, tienen desde hace 27 años una galería especializada con sus sedes principales en Nueva York y Los Angeles.


Garth Clark y Mark Del Vecchio 


La muestra que presentan ahora en el MFAH está dividida en cuatro secciones: “Implicaciones: el pote moderno”, “Algunas otras funciones del pote: sonidos de la risa y sombras de la Tierra”, “El pote posmoderno” y “Nacido de arcilla”. Y no llama la atención que una gran parte de la exposición se base en esa forma primera, tan mínima y humana de la cerámica, una forma que acompaña desde siempre a la humanidad y que siempre se reinventa: el pote. Nacido del intento de imitar nuestras dos manos juntas al guardar agua, comida, calor  u otra mano. Nacido del intento de cobijar.
La estrella de esta muestra es la joven artista japonesa Aoki Katsuyo. Sin dudas. Ella trabaja con porcelana, esa forma tan refinada de amar, cocinar y esmaltar la tierra, a medio camino entre el barro y el vidrio. Sus obras ocupan una sala exclusiva. “Sueño predecible” es el título de esa pieza clave que es una calavera con innumerables caminos, salidas, huecos, entradas y ornamentos. Llena de elementos decorativos, la calavera tiene influencias de los antiguos movimientos artísticos Rococó, Barroco y Manierista, aunque Katsuyo también incorporó en ella elementos del Western, el lejano oeste americano: un punteado, un lazo, una vuelta… y siempre esos dos agujeros donde tendrían que ir los ojos (señal inequívoca de drama, agujeros del infinito).
Y resulta extraño pensar en el chiste oculto que Katsuyo nos cuenta a través de la elección de la técnica: la porcelana es un invento japonés, que recién llego a Occidente en el s XVIII. Por eso, que la use recreando ornamentos del Rococó y lacitos de vaqueros del oeste produce sorpresa; o  quizás, escalofríos.
“Laberinto”, obra que va adosada a la pared, con dos patas de caballo sobresaliendo, de las que cuelgan unos collares, también es de la misma artista y  de porcelana. Más allá hay un ciervo: Y no es ninguna imitación. Es una cabeza de ciervo momificada, envuelta en resina, adosada a un cuerpo de cerámica. El animalito reposa serenamente, mira desde su base de flores y avellanas gigantes. Y aunque parezca una feliz recreación de un día de bosque, en el fondo es una escena bastante terrible (siempre que en las obras contemporáneas los artistas adosan cuerpos muertos a las obras, me otorga una sensación de oscuridad). Su autor, John Byrd, es un norteamericano que se caracteriza por realizar este tipo de cruce en sus cerámicas, mezclas de taxidermia con tierra cocida y pintada. En el caso de “Cervatillo sin titulo”, Byrd utilizó gres, un tipo de barro más bien rústico y de alta resistencia una vez horneado.
Próxima al cervatillo, ladeada y descansando, aparece una cabeza gigante. “Soñador rosado desnudo”, de Michael Lucero. Desde done se la mire, siempre es distinta. De un lado tiene la faz, del otro, un plano pleno con una mano esgrafiada (grabada a presión, si uno pasara el dedo por sobre ella, podría sentir los caminos, las incrustaciones de las líneas del dibujo). En otro de los costados tiene formas poliédricas, levemente  irregulares, que sobresalen y entran; y atrás, en la nuca, paisajes. Porque toda esta cabeza tiene pintada y grabada sobre ella ríos, bosques, cielos y nubes con colores brillantes, característicos de la obra de Lucero. Son los paisajes internos de un hombre de barro que sueña.


“¡Oh, por favor, ¿podríamos quedárnosla, mamá?”, le dicen los niños a su madre, señalando una vaca; y ése es el título de la obra del muy joven inglés Barnaby Barford (anda por los escasos 30). Hay una familia Mac Donalds alrededor del animal, mirándolo con simpatía; y los niños piden, piden…. Están hechos con nuestra amiga, la porcelana. Y eso seduce, además de su escala pequeña, su terminación perfecta- parecerían de plástico-, su brillantez... Y su ironía.
“Tallas de baldosas styroformes”, “Botella china de  peregrinos” y “Tetera arquitectónica” son, definitivamente, obras de quiebre, dentro del lenguaje específico de la cerámica aplicada a los  utensilios. Su autora, la norteamericana Anne Kraus –quien falleció hace algunos años con sólo cuarenta y tantos -, era una ceramista con pasado de pintora. Por eso el color en estas obras es un elemento tan importante como las texturas, las formas y el peso, el volumen que presenta cada pieza. “Mis sentimientos hacia la historia de la cerámica, hacia la tradiciones de la cerámica, son  de un gran amor”; explicó en cierta ocasión la artista. “Veo en ella algo que encuentro tan hermoso, que sólo quiero hacer mi propia versión de eso. Es como un tributo que le hago.” Y Kraus recordaba entonces la temprana relación que estableció con la cerámica, cuando de niña miraba las vasijas prusianas que decoraban el living de la granja de su abuela, en el norte de Dakota.
Teteras, vasos, tazas, jarrones: utensilios tradicionales que aquí son distintos, porque ninguno se puede usar. Presentan textos y narrativas en clave de cómic. ¿De dónde salieron estas palabras, estas imágenes…?  Kraus mantuvo durante mucho tiempo un diario en el que iba anotando sus sueños, bocetándolos y escribiendo los diálogos que de ellos recordaba. Llenó docenas.  Por eso   - como pasa en todos los sueños-, tampoco sus teteras, jarrones y copas pueden terminar de comprenderse siguiendo un solo sentido.  Por eso, como en los sueños, es mejor entrever y recibir sus mensajes de manera oblicua, y aceptarlos así.
”Vos, sueño, que estuviste sentenciado a dos años pero te escapaste…”, dice un tetera. Kraus mantiene con sus obras una relación totalmente personal, en la que el público muchas veces está excluido.


Muy cerca hay una piedra preciosa en una vitrina: una pequeña pieza abstracta, parecida a una roca de fuertes colores, de fuertes texturas. Una simple cerámica pintada que mantiene una forma y energías totalmente originales, pregnantes. Y están las direcciones que marca cada una de las caras de este objeto… sobre todo, su superficie dura, ruda, a veces áspera, producto, probablemente, del raspado y extracción de arcilla durante los diferentes estadios de secado del barro (esos en los que la masa ya no era aceitada ni babosa pero tampoco dura ni seca).
“Chino”, se llama, y es del norteamericano Ken Price. “Inventiva, enigmática, obsesiva, preciosa”: así describen en los Estados Unidos a la cerámica de este reconocido artista, considerado un guía innovador dentro de las nuevas corrientes de la disciplina. “Chino”: el título se debe a su particular gama de colores, influenciados por los de la dinastía Song de ese país (960- 1279).
“La cerámica no es un solo medio homogéneo”, sostiene el especialista Clark, “no es un mundo de una sola voz parecida, uniforme, sino que es una actividad compleja que combina una tecnología sutil, muy desarrollada, con un oficio, arte y diseño. Es una historia de trece mil años que enriqueció a otras disciplinas, en especial a la escultura. Una historia que se puede dividir en varias escuelas”. George Bernard Shaw decía: piensen en la cerámica como en muchas actividades distintas, unidas por un solo material común: la arcilla.  
Entonces,  ¿qué es la tradición en este campo, después de todo...?  Es todo eso hecho con un mismo material y con lo que hay que romper, arrastrando su uso al límite. Pero  a un  límite conceptual.

LO QUE NACE DE UNA LINEA


Se exhiben en el Sívori más de 150 obras de un artista húngaro que Picasso consideró un par. En la década del 50 vivió en Tucumán, donde fue maestro De varios de los que más tarde se convirtieron en grandes dibujantes argentinos.

POR MERCEDES PEREZ BERGLIAFFA/ revista Ñ/ 10/ 7/ 12





De noche, mientras dormía y no lo podía ver, era cuando mi padre hacía sus dibujos sobre la muerte, sobre la guerra y la ocupación de Europa. Sobre su tierra natal, Hungría”. Claire, la hija del gran dibujante Lajos Szalay –un artista hoy bastante olvidado en nuestro país–, recuerda esto en voz baja, a medias en castellano, a medias en inglés, en uno de los jardines que rodean al Museo Sívori. Los recuerdos acuden en ráfagas a Claire –quien ahora vive en los Estados Unidos– el día de la inauguración de la muestra de su padre en Buenos Aires. Lajos Szalay, la línea maestra es el título de la exposición, curada por Sergio Moscona.
La componen más de 150 obras, casi todos dibujos creados por este gran artista húngaro que pasó doce años de su vida en la Argentina: llegó a Tucumán en 1949, huyendo del horror de un continente arrasado por las guerras mundiales.
El ofrecimiento de un puesto en el Instituto Superior de Artes de la Universidad de Tucumán –que se había inaugurado en 1948– dio un giro impensado a la vida de Szalay, que decidió su traslado y el de su esposa desde Buenos Aires a esa ciudad. Y así, un artista que fue alumno de Picasso en París y sobre quien se cuenta que el mismo Picasso dijo “si sólo dos nombres de artistas gráficos del siglo XX pasan a la posteridad, yo seré uno de ellos, pero si es sólo uno, será Lajos Szalay”, dio clases durante años en una provincia argentina.
En ese momento Tucumán constituía un fuerte polo artístico, con una universidad y un instituto de arte nuevos, y dotados de un enorme presupuesto, que atraía a artistas excepcionales, ya fueran inmigrantes huyendo de las cenizas europeas o argentinos talentosos, expulsados de otras universidades. Al llegar a esa provincia, Szalay se encontró con un refugio: Lino Enea Spilimbergo, Ramón Gómez Cornet, Víctor Rebuffo, Eduardo Audivert, Lorenzo Domínguez... Juntos fueron docentes en la universidad. Fue el momento en que nació en Tucumán una generación de dibujantes argentinos considerados actualmente maestros: Carlos Alonso, Aurelio Salas, Martínez Howard… Ellos pasaron por dos fuertes marcas: se llamaban Szalay y Spilimbergo.
 “Recuerdo esa época de mi familia como un buen período”, comenta la hija de Szalay. “Nunca lo vi a mi padre tan feliz. Cuando dejamos la Argentina para mudarnos a Nueva York, en el año 60, las cosas no fueron lo mismo. El allí sentía mucha soledad. En Tucumán, en cambio, tenía amigos, hablaba mucho, leía...
-¿Su padre nunca volvió a vivir a Hungría?
-Sí, en el 86. Y falleció allá en el 95, no en su ciudad natal, pero  donde había crecido.
-¿Por qué decidió volver a su país a esa edad?
-Se volvió a Hungría porque estaba enfermo y quería doctores húngaros. Nunca aprendió bien el inglés y, a esa altura de su vida y en esas circunstancias, quería hablar en húngaro.
Si uno observa la exhibición, no sorprende que Lajos Szalay haya vuelto a su país a vivir sus últimos años, para expresarse ya no sólo con dibujos, sino también en la lengua materna. La presencia de Hungría en la obra de Szalay es fundamental. Y aunque son varios los núcleos temáticos a los que el artista volvió una y otra vez a lo largo de su vida –en la muestra se ven el eje erótico, el mitológico, el religioso, el literario–, es en el que se refiere a la historia de su país que la composición se torna infinitamente compleja, se hace densa, forma bloques compactos, negros, y la línea se enreda hasta no saberse bien dónde comienza y donde termina. Y aquí se vuelve evidente una de las características más personales de la obra de Szalay: sus líneas en tramas, nunca solitarias. Ellas nunca delimitan, nunca designan, sino que abren espacios, crean situaciones, ideas. Muchas veces, son enredaderas tiernas. O, por el contrario, matas de llantos crudos, ásperos.
“Los dibujos no son obras sino redes de alambres aptas para encausar la tensión acumulada –decía Szalay–, esta es la razón por la que no se pueden desarrollar. Están bien o mal tal como están. No se pueden modificar o corregir porque son la fijación de un estado único.”
Muchos hablan de la línea tortuosa y desgarrada del artista; y tienen razón. Pero lo más interesante de ellas es que –tal como  establece Luis Felipe Noé en sus reflexiones sobre el dibujo– marcan el ritmo de una respiración: en este caso, la de Szalay. Y no hay respiración que se repita, que sea igual a otra. Líneas, entonces, tampoco.
Frente a los dibujos de Szalay uno puede percibir algo más: el enorme placer que él iba sintiendo al probar hasta dónde lo podía llevar una línea, a medida que avanzaba sobre el papel. A diferencia de otros artistas, Szalay dejaba este proceso al descubierto. La línea es, entonces, la avanzada, una primera fila del impulso, de la idea: quizás el elemento más abstracto y conceptual de todas las artes plásticas. Una nada que puede convertirse en todo: un grito, una cópula, una siesta.
Hay otro elemento importante en sus obras: se trata de la densidad de la tinta y de cómo él la utiliza sobre el papel. Cómo raspa la superficie, hiriéndola. Cómo, otras veces, la acaricia. Cómo en algunos casos baila sobre ella, suave, ligero como un vals. En algunos casos, trazo, tinta y papel revientan, como en la serie de la Tragedia húngara.
“Nunca me voy a olvidar del día de octubre de 1956 en el cual Szalay entró en mi oficina del diario con los ojos rojos y muy excitado –contó cierta vez Janos Fercsei, editor del periódico húngaro de Buenos Aires– y me dijo: hace tres días que estoy sin dormir dibujando al lado de la radio. Y me mostró unos sesenta dibujos.” Eran acerca de la sangrienta revolución húngara del 56. En la exposición están, pueden verse: son los pertenecientes a esta serie de la Tragedia… “Rescate”, “Pánico”, “Después del alerta”, “Fusilamiento”, “Partir a la muerte”, “La guerra”. Aunque algunos son posteriores, se relacionan. Dejan constancia de que Szalay sintió siempre a su tierra como una extensión carnal. Como un cordón umbilical que necesitaba, del que se nutría.
Por eso no hay dos, ni tres, ni más Lajos Szalay. Ni siquiera hay artistas parecidos. Sí, claro, Szalay hizo escuela; pero sus discípulos van por otro lado. Porque ¿acaso se puede enseñar la experiencia, la línea…? No. No se pueden enseñar. Son marcas tan personales como la misma biografía. Como este testimonio de sobrevivencia, inmigración, nervio y amor que son los trabajos del gran Lajos Szalay. Un simple dibujante húngaro.